Por: Luis García Montero.
Que no nos falte la poesía. Esta semana compartimos unos versos poco conocidos de Luis García Montero publicados en la década de los ochenta.
El joven capitán subió a cubierta
por recibir la luz de la mañana.
Está la mar cubierta,
infinita en su propia perspectiva,
y con mirada triste
el capitán desgrana
isla, golfos, bahías, cabos, puertos
arrecifes inciertos,
ojos conocidos, corazones
que sienten de verdad y son ciclones
del odio y del amor,
aguas templadas, playas a babor,
y, en fin, la libertad del marinero,
su apuesta de viajar, el embarcarse
buscando en la orilla
ese instinto primero,
ese sueño que luego desmerece,
porque vivir supone naufragarse,
algo que no es estar y se parece
al placer de llegar o de alejarse.
Mirad la maravilla
del mástil que ahora surge de la bruma,
la vela recortada por el sable
de la luz en el viento más amable.
Ebrio de potestad,
feliz como el pirata de Espronceda,
el capitán se queda
pensativo en su propia libertad,
mira al mar y desprecia
la sorda prosa de la tierra necia.
Pasan luego los días tibiamente
y pasan por la piel, y se hacen alma,
ambigua lejanía conmovida.
Un recuerdo inclemente
se adueña de la calma
de la tripulación.
Brota el lento pesar de una canción,
nostalgia compartida,
porque las voces juntas
hablan de soledad y despedida,
buscando en la memoria su coartada.
Es la ausencia una orilla de preguntas:
¿por dónde vas, amor?
¿conoces para mí palabras nuevas?
El joven capitán sale a cubierta,
oye el lamento de la espuma en proa,
y ante la mar cerrada se despierta
su instinto de regreso.
Vuelve al lamento del amor, al beso
que pide más sin plazos
esa mañana convertida en boa,
filtrándose la luz en su buhardilla,
y la espalda, los muslos, la mejilla
en vértigo de sábanas y abrazos.
Fuego blanco es amor, fuerza sin peso,
como la espuma litigando en proa.
Mirad la maravilla
girada del timón buscando tierra,
las velas en su guerra
por dirigir la prisa del navío
que quiere rumbo cierto.
Las aguas se aceleran, como un río
todo fluye hacia el puerto.
Desde ignotos confines,
saltan cosiendo orillas los delfines.
Las sirenas en coro
animan con sus canto la carrera
y en el fondo marino reverbera
el cofre de un tesoro.
Gira el mundo más rápido, la luna
sucede al sol, y en las constelaciones
se baraja el destino,
la ruleta del tiempo y la fortuna.
Horas de cara y cruz, de sueño y vino,
lentísimo tejido de pasiones.
¿Qué hallará cada cual? El regresado
siempre pisa con miedo su pasado.
La nostalgia está llena de rincones.
Con instinto asesino,
peligrosa y cercana se pasea
la cofradía de los tiburones.
Octavo amanecer: el mar olea,
el barco entre las brumas olfatea
y un marinero vigilante nota
que en el cielo aplaude una gaviota.
La ciudad parpadea,
primero luces enturbiadas, luego
visión que se sucede y se engrandece,
el puerto, su trasiego,
y el mar desaparece
entre barriles, carros, mercancías,
el grito de los mástiles desnudos,
los olores agudos,
las tabernas y las hospederías.
Una mujer dormida está soñando
con el regreso de su amor perdido.
Suben por las provincias del olvido
pasos de marinero en la ciudad.
El sueño se parece a la verdad
y en la escalera de su ser dormido
sueña los pasos que ya están sonando
en ese instante que sucede cuando
se cruza el sueño con la realidad.
El deseo es razón de geografía,
y siempre al otro lado de uno mismo
nos hace dialogar con el abismo,
escribe pasos por la luz vacía.
Pero vivir no es nunca un espejismo,
es el faro que brilla y se oscurece,
el corazón que quiere superarse,
ese sueño que luego desmerece,
algo que no es estar y se parece
al placer de llegar o de alejarse.
A la luz de la lumbre, yo te cuento
la historia de este viejo navegante,
porque también me siento el tripulante
de un barco que se queda a sotavento.
Novela de un deseo discrepante,
mi vida es el camino que se trunca,
mar y tierra en perpetua discusión.
Te confieso que busco dirección
casi siempre en la izquierda, pero nunca
más a la izquierda de mi corazón.